|
Gárgola palentina mirando |
"La educación a escena" apareció publicado en el nº 25 de la revista cultural "En taquilla", en octubre de 2009, pp. 38-39.
Nadie duda en España de que la educación está
hoy en el centro del debate público y ojalá no sea una fiebre pasajera. El tema
preocupa y vende; esto último lo saben bien los productores de series
televisivas que muestran una imagen frívola de la vida en los centros docentes,
que nada tiene que ver con la realidad. En los últimos meses, diversas
propuestas teatrales y literarias han abordado el hecho educativo desde
perspectivas diferentes. De ellos, de los montajes teatrales y de las obras
literarias, me hago eco en este artículo.
A finales de los años 70, el inglés Nigel
Williams estrenó en Londres su obra de teatro “Class Enemy”, sobre la violencia
escolar. En España, el último montaje teatral basado en esta pieza se debe a la
traducción y versión de David Desolá, dirección de Marta Angelat y a Germinal
Producciones. “El enemigo de la clase” es teatro de denuncia social, crudo y
difícil de digerir, pero necesario en los escenarios españoles actuales,
saturados de comedias de evasión. El drama sucede en un aula destrozada de un
instituto de barrio, donde seis adolescentes conflictivos se mueven como fieras
enjauladas. Son chicos que no responden a estrategias; revientan clases, se
insultan y agreden a sus profesores. El líder decide que cada uno dé una clase,
mientras llega un nuevo profesor, pues al último lo echaron del aula. Así
conocemos sus vidas rotas y familias desestructuradas, su relación con la
delincuencia, el racismo y la marginación. Y la pregunta de Williams se impone:
¿quién es el responsable de esta situación? La obra no aporta soluciones, pero
tiene el mérito de llevar a las tablas un conflicto social que traspasa muros
de centros docentes y de mostrarlo sin concesiones (la interpretación de los
actores tiene fuerza y credibilidad). Además, nadie que vea el montaje podrá
dormirse en la butaca, ante la petición desesperada de ayuda de estos chicos:
“¡que alguien haga algo!”.
Un tono muy diferente tiene “Los chicos de
Historia”, la comedia de Alan Bennett, estrenada en Londres en 2004. Después de
su paso por Broadway, el director Nicholas Hytner la adaptó al cine en 2006 (“The
History Boys”). Recientemente, José María Pou la ha rescatado para los
escenarios españoles. En una escuela masculina de una ciudad industrial del
norte de Inglaterra en los años 80, ocho alumnos brillantes se preparan para
ingresar en Oxford y Cambridge. Bennett enfrenta dos visiones de la enseñanza;
por un lado, el idealismo de Héctor, el profesor anti-sistema, enamorado de las
artes y la palabra, para quien la literatura es “venda adhesiva”que cura las heridas. De hecho, contagiar el amor a la lectura
y transmitir a los alumnos que la vida es espectáculo (pasan las clases
actuando) es su razón de ser profesor. En frente, el director e Irwin encarnan
el utilitarismo basado en resultados y estrategias. Para Irwin, que fundamenta
su vida en la mentira, todo vale con tal de aprobar y no importa reducir el
conocimiento a recetas si sirve para superar exámenes. El problema es que la reflexión sobre la educación
pierde fuerza hasta casi desaparecer, según progresa la obra, pues en su lugar
adquieren protagonismo los conflictos emocionales de profesores y alumnos,
incluidos los tocamientos de Héctor a los chicos, cuando los lleva en moto
(aunque les haga gracia y Bennett y Hytner los disculpen calificándolos de
“torpes y ridículos”, son injustificables). Además, está el miedo de Irwin y
algún alumno a “salir del armario”. Por lo que el tema educativo, que siempre
vende, más bien parece una excusa de Bennett para abordar otros temas de su interés como la homosexualidad.
En los últimos años, tres
profesores-escritores, McCourt, Pennac y Bégaudeau, han publicado libros que
han sido éxito de ventas. Aunque ninguno trata el hecho educativo en conjunto,
son muchas las claves que aportan para comprenderlo. El irlandés Frank McCourt, que acaba de morir el pasado 19 de julio, se hizo famoso por la película
“Las cenizas de Ángela” (1999), basada en su primera novela publicada a los 66
años. En 2005, apareció “El profesor” (Maeva, 2006), donde cuenta su
experiencia de 30 años dando clase de Creación Literaria en institutos públicos
neoyorquinos. McCourt dedica muchas páginas a tratar su vida fuera del centro
docente, pero el interés de estas memorias está en sus experiencias como
profesor, que él cuenta con sencillez, sin omitir carencias, inseguridades y errores. Sin duda, McCourt es
afortunado, pues desde su primera clase en un instituto de Formación
Profesional descubre que como profesor le queda todo por aprender. Y esta
revelación se la debe a un alumno con ganas de guerra, que lanza a otro un
bocadillo de mortadela, que McCourt, aterrado e inseguro, recoge del suelo y se
come delante de la clase. En ese instante el profesor reconoce las limitaciones
de la enseñanza universitaria recibida (“los profesores de pedagogía de la
Universidad de Nueva York nunca hablaban en sus clases de cómo resolver los
bocadillos voladores”). Y sobre todo, entiende que sólo a través de la experiencia
cotidiana en las aulas encontrará su voz y estilo como profesor. En el camino,
se le manifestarán sus bazas: sencillez y sentido del humor, imaginación y capacidad de contar historias. De esto
no hay duda, como prueban las páginas cargadas de anécdotas en su libro, en el
que hay que estar atentos para no perderse sus reflexiones sobre la enseñanza,
la situación de la Formación Profesional, las interferencias de la
Administración, la metodología interactiva en la clase, entre otras.
Por su parte, Daniel Pennac es el autor de
“Chagrin d’école” (Gallimard, 2007), traducido al español como “Mal de escuela”
(Mondadori, 2008), anécdotas y reflexiones sobre su experiencia como “cancre”
(“zoquete” en la traducción al español) y como profesor de “cancres” durante 26
años. Su historia con final feliz parece un cuento de hadas, el de un mal
estudiante que se transforma en profesor y escritor de éxito. Y todo, porque a
los 15 años, a Pennac se le aparece un hada madrina en forma de profesor de
Literatura y le encarga escribir una novela. Pennac, que era mal estudiante,
pero lector compulsivo, se aplica con entusiasmo y por primera vez, se siente
existir. Más tarde, llegarían otras hadas madrinas, tres profesores “artistas
en la transmisión del saber”: el que era las mismas Matemáticas; la profesora
de Historia con un “apetito enorme por devorar el mundo y sus bibliotecas” y el
profesor de Filosofía que era la misma Filosofía. Los cuatro profesores, la literatura y el amor curaron sus decepciones y dinamitaron
los bloqueos de su cerebro. En
cuanto a su experiencia como docente, se centra en el análisis del perfil y discurso
de los malos estudiantes. De
especial interés, es su apuesta por la gramática como instrumento para
organizar el pensamiento; su reivindicación de la memoria y la inmersión en los
textos literarios (de esto último ya trató en su ensayo “Como una novela”); y
su constatación de la necesidad del silencio para que el conocimiento eche
raíces. Pennac transmite optimismo, convencido como está de que la escuela
salva de la ignorancia y de la fatalidad y de que frente al choque violento
entre ignorancia y saber, siempre queda el amor.
Mucho menos optimista es el francés François
Bégaudeau en “Entre les murs” (Gallimard, 2006), traducida al español como “La
clase” (El Aleph, 2008) y llevada al cine por Laurent Cantet en una película en
la que Bégaudeau es guionista y actor, junto a profesores, padres y alumnos que
se interpretan a sí mismos (Palma de Oro en Cannes, 2008). Bégaudeau muestra su
experiencia como profesor de francés durante un curso escolar entre las cuatro
paredes de un instituto de la periferia de París. Escenas de profesores (más
numerosas y ácidas en la novela), alternan con escenas de alumnos en la clase.
Todos los personajes parecen necesitar oxígeno. Desde luego, la sala de
profesores respira tedio y claustrofobia, con varios docentes al límite de sus
fuerzas. También en la clase falta el aire, con adolescentes de culturas y
razas diferentes, que acusan problemas familiares y desconfían de la autoridad.
Con una tensión constante, en la que los conflictos se suceden a ritmo de
vértigo, sin tregua ni tiempos muertos, la clase es una olla-exprés siempre a
punto de explotar. En medio, Bégaudeau, armado de coraje e ironía, no esquiva
conflictos y apuesta por ofrecer la palabra a sus alumnos y con ella, el
diálogo y el razonamiento. Sin embargo, esto desborda a unos adolescentes, más
habituados al aislamiento, a los gritos e insultos que a la comunicación.
Algunos críticos reprochan a Bégaudeau que no ofrezca soluciones, pero el
francés, ¿quiere hacerlo? Yo creo que no, pues por lo que se ve, él no ahorra
trabajo al otro: más bien, abre un boquete en el muro para que cada uno mire y
saque sus conclusiones.